Vejez y derechos. Del aerópago al asilo

Corina Albir

La actual crisis sanitaria, como cualquier otra, ha puesto de relieve las carencias de la sociedad en su conjunto. Pasó lo mismo durante la anterior, en el 2008, que tuvo un marcado componente económico, pero también nos hizo ver  “el rey desnudo” de los valores morales que se suponían vigentes. El desastre cristalizó en una devastación sistemática de muchos derechos sociales conseguidos en más de un siglo y en el curso de muchas vidas. El difícil equilibrio entre pobreza y subsistencia lo aportaron, en gran parte, muchas personas mayores que ofrecieron, generosamente o no, sus patrimonios, dinero y esfuerzo para mantener familias enteras; recuerdo muy bien la angustia de una mujer de 80 años ingresada en un hospital que lloraba desconsoladamente por no poder llenar su nevera que era en aquellos momentos, corría el año 2010, el único medio de alimentación de su hija y su nieta.

El padecimiento que han vivido hasta la muerte un número importante de persones mayores durante esta pandemia es bien conocido. En Cataluña 64.000 personas ancianas vivían en residencias, 13.000 en la ciudad de Barcelona. No entraré en ningún baile de cifras mortales pero, para asomarnos a la situación, diré que ha habido centros, que han llegado en el pico de la infección, más allá del 50% de mortalidad por Covid19.

Es necesario ir más lejos, retroceder, no únicamente para escapar al impacto y tomar distancia,  sino porqué creo más útil reflexionar sobre lo que nos ha podido traer hasta aquí: En nuestra cultura, y solo me remontaré un siglo, los viejos y las viejas ocupaban un espacio de respeto y autoridad (yo aún recuerdo que muchos nietos se dirigían a sus abuelos utilizando el usted); la composición amplia de las familias tenía como referentes a los mayores, que asesoraban y daban soporte afectivo, efectivo y económico.

Podríamos considerar múltiples factores determinantes del cambio: sociales, demográficos, económicos, morales, culturales… Pero hay una constante, muy ligada al proceso de deterioro en  nuestras relaciones con las personas mayores, que tiene mucho que ver con los derechos. Hemos pasado del respeto a la sobreprotección, que es algo que vacía por definición su derecho a decidir de acuerdo con sus capacidades. Ejercemos  nosotros en su nombre con toda normalidad y sin consultarles.  Decidimos por ellos  como han de vestirse,  alimentarse, relacionarse o administrar su patrimonio, aunque puedan hacerlo solos o con ayuda. Así podemos continuar indefinidamente y el sistema en que vivimos lo sabe  y se aprovecha.

Podemos pensar y razonar que el hecho de uniformar las relaciones facilita la organización de los cuidados, sobre todo para las mujeres que soportan la mayor parte de su peso en el ámbito de la dependencia, compatibilizándolos con otras cargas domésticas y la actividad laboral; de hecho, esto implica intrínsecamente una frustración afectiva, tanto para la persona que cuida como para la que recibe los cuidados. En el caso de persones institucionalizadas, la situación es mucho peor, ya que la calidad de los cuidados está condicionada al lucro, tanto en establecimientos privados como públicos que son gestionados por empresas privadas que aplican  ratios imposibles. Las consecuencias las hemos podido vivir en toda su crudeza en los últimos meses.

Tenemos un modelo que ha fallado de manera catastrófica en el momento actual y que ha evolucionado poco desde el asilo medieval. No olvidemos que, los cambios demográficos respecto a la esperanza de vida en nuestro país, se han convertido en un nicho de negocio seguro a largo plazo; grandes corporaciones nacionales e internacionales, muchas procedentes del sector inmobiliario, han invertido mucho, también para parasitar y pervertir el sistema público con la complicidad de los responsables políticos de turno. En Cataluña el proceso de envejecimiento en cifras es de un 18,94% de persones mayores de 65 años, con un 6% por encima de los 80, y una esperanza de vida de 80,48 para los hombres y 86,03 para las mujeres (informe de Idescat 2018-2020).

Está claro que tenemos que reflexionar sobre este modelo que se ha convertido en un sistema de reclusión igual para a todos, y pensar en las necesidades y voluntades diversas que  manifiesten libremente las personas sobre cómo y dónde quieren vivir y morir.

Se han multiplicado los protocolos para detectar maltrato hacia las personas mayores, y paralelamente ha crecido la normalización del abuso. También es verdad que, en general, estos registros no tienen suficiente impregnación, y mucho menos supervisión o seguimiento, sobre todo para las personas institucionalizadas: ciertos espacios pueden ser, frecuentemente, entornos con un hermetismo importante; determinadas barreras que se han implementado durante la pandemia, han facilitado, no para mejorar, la desconexión de muchas personas de su entorno  de cuidados. Pero estos aspectos tienen precedentes anteriores, como  es  el caso  de la pérdida  de la cartera  de servicios  de la Asistencia Primaria solo por el hecho de cambiar su domicilio, a veces en la misma área sanitaria. El simulacro de sanitarización de Mútuam en las residencies es conocido por su ineficacia, demostrada desde el inicio de la pandemia. La decisión tardía del Govern de la Generalitat para intervenir sanitariamente los centros de mayores nos da, una vez más, la dimensión de lo que se podía haber evitado.

No se trata de culpabilizarnos  ni de hacerlo con otras persones, profesionales, que han mantenido la dignidad de la vida de los ancianos a su cargo, muchas veces poniendo en riesgo la suya.

Pero no se puede entender un envejecimiento digno sin estar acompañado del derecho a decidir para los que lo puedan hacer con autonomía y para aquellos que no tengan esa condición, la Sociedad tiene la obligación moral y ética de proporcionar los recursos de cuidados con la diversidad y complejidad que se requiera, dependiendo siempre de les necesidades de cada persona.

Dejemos atrás esta vulnerabilidad repetida mil veces como un mantra que justifica la ausencia de empatía del sistema en el que estamos inmersos. Son estas las actitudes que hacen vulnerables a las personas: infantilizándolos, medicalizando sus emociones… Un porcentaje altísimo de ancianos toman más de 10 medicamentos diarios… y sobreviven!! La vulnerabilidad no debe asociarse al envejecimiento: puede ser una característica en determinadas situaciones, pero no debe identificarse como una condición necesariamente ligada a la edad avanzada.

Pensemos en otros modelos de cuidados que respeten la voluntad y las  expectativas de las personas sobre la manera de vivir deseada y posible. Todo esto es necesario para evitar poner en bandeja, una vez más, la mercantilización de los cuidados necesarios y para que las personas puedan envejecer dignamente.

Busquemos alternativas de entorno para  que los ancianos puedan disfrutar hasta el final de aquello conocido  y próximo a su trayectoria vital. Y, cuando  sea necesario, tratar sus enfermedades y sus desestabilizaciones, procurando que dispongan de una atención sanitaria diferenciada y adecuada.

ATTAC Acordem no s’identifica necessàriament amb els continguts publicats, excepte quan són signats per la pròpia organització.

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