Democracia, Insurrección ciudadana y Estado de derecho
4 juny 2015 | Categories: ciutadania, Democràcia, desigualtat, drets econòmics i socials, mobilitzacions, moviments socials, municipalisme, Portada, solidaritat |
Jordi Borja. geógrafo urbanista y presidente del Observatorio de derechos económicos y sociales.
1. Los derechos ciudadanos. Su conquista y su perversión
Los derechos universales(1) establecidos a finales del siglo XVIII y en el XIX fueron una legitimación moral y legal como “derechos naturales” pero sin efectos directos inmediatos sobre los derechos políticos y civiles y sobre las condiciones de vida del conjunto de la ciudadanía y aun menos sobre los sectores populares y sobre las legislaciones y los programas gubernamentales. Esta legitimidad ya existía en la sociedad desde mucho tiempo antes pues estos derechos corresponden a necesidades básicas de todos los seres humanos. Los derechos de los ciudadanos, si bien más concretos, parten de una consideración teórica: los que viven en el mismo territorio deben ser libres e iguales. Lo cual es, o debería ser, el principio orientador de las políticas públicas. Sin embargo las leyes y programas de gobierno no establecen las condiciones para convivir libres e iguales. Nos referimos tanto a las materias políticas (derechos de voto, de formar asociaciones, de manifestación, de huelga, etc) como en materias socio-económicas, laborales, de acceso a la vivienda, de protección social, de salario mínimo, educativas, de salud pública y asistencia sanitaria, de pensiones y de jubilación, etc. Los derechos proclamados por las Revoluciones americana y francesa dan por hecho que “los hombres nacen y se desarrollan libres e iguales”(2). Sin embargo el poder político y económico estaba concentrado en minorías más amplias que las anteriores pero minorías. La sociedad no es una suma de individuos, más bien un conjunto de colectivos y relaciones sociales, desiguales y limitados, unos más que otros, en sus derechos. Unos más reconocidos que otros por parte de los poderes reales.
La conquista de estos derechos requiere una fuerte presión social sobre las instituciones políticas. También hay que contar con la presión política, económica e ideológica de signo contrario por parte de los poderes económicos y sus medios de comunicación. La legislación favorable a los sectores populares, a los “subprivilegiados (como los denominó Roosevelt), a los pobres, etc siempre ha despertado fuertes reacciones en contra considerando que es una agresión a la libertad de los patronos (sobre contratación, salarios, condiciones de trabajo, etc). Históricamente los ricos, incluídos rentistas y especuladores, consideran un expolio tener que pagar al Estado en función de su patrimonio y de sus ingresos. Para ellos los gobiernos si quieren financiar programas sociales que busquen otros medios y no admiten, incluso actualmente aunque utilicen argumentos más sofisticados, que se les imponga una fiscalidad específica o progresiva(3). La historia de los dos últimos siglos no es solo una historia de progreso, también lo es de odio y desprecio de clase de la clase capitalista hacia los trabajadores. Los cuales han pagado muy caro las conquistas y los derechos sociales(4). En la sociedad industrial los derechos se conquistan por medio de las movilizaciones sociales, la construcción de organizaciones sindicales, asociaciones, cooperativas, entidades culturas y educativas, etc. Y los formalizan las organizaciones políticas que en muchos casos representan a la población trabajadora en las instituciones políticas, aunque no siempre. La fuerza de los trabajadores es su capacidad de autoorganización y de agregación de las mayorías sociales. Constituyen una fuerza de clase que rechaza ser subprivilegiada y no quiere privilegios, ni para ella ni para nadie. Se conquistan derechos sociales, políticos, económicos, ambientales y culturales para todos los ciudadanos. Así deviene “clase universal” o libertadora(5).
La representación política formaliza los derechos políticos y sociales y su desarrollo mediante leyes y programas de gobierno. Pero la ambivalencia del Estado de derecho a la vez que consolida derechos también los pervierte. La experiencia histórica nos indica que en épocas de renovación y ampliación de derechos se precisa un alto nivel de movilización y organización sociales y de una fuerza política que pueda estar presente e influyente en las instituciones(6). Así fue en los inicios del “welfare state” en el Reino Unido en los años 1920 y 30 cuando el Labour Party tuvo una fuerte presencia parlamentaria y en algunos casos representantes en el gobierno. En Estados Unidos a inicios de los 30 cuando los efectos de la crisis de 1929 radicalizó el movimiento sindical el nuevo presidente, Roosevelt, promovió un vasto programa de reformas sociales y de reconocimiento de derechos. La socialdemocracia escandicanava y austríaca desarrollaba políticas sociales ejemplares como la vivienda en Viena la Roja(7). En 1936 con los triunfos de los frentes populares en especial en Francia y la ocupación de las fábricas por los obreros se consiguieron aumentos de salarios, vacaciones pagadas y protección social. A pesar del clima que anunciaba la guerra estas conquistas influyeron mucho en los países europeos. En los años de resistencia durante la guerra en el Reino Unido se formó un gobierno de “unión nacional” en el que los laboristas tenían ministerios importantes. En Francia e Italia (países ocupados y gobiernos cómplices con los nazis) los Consejos Nacionales de Resistencia (Francia) y de Liberación (Italia) con participación de liberales, democristianos, socialistas y comunistas. Se elaboraron programas que promovían transformaciones económicas y derechos sociales. En 1945, al finalizar la guerra las clases populares exigieron un conjunto de reformas socio-económicas a partir de los programas elaborados en los años de resistencia: nacionalizaciones de grandes empresas y principales bancos, seguridad social, educación y sanidad públicas, programas masivos de vivienda, fiscalidad progresiva, planificación económica y territorial, etc (8). Así se inició un largo período de desarrollo de los derechos ciudadanos a pesar de la guerra fría (o quizás en parte por ello) y de la exclusión de los comunistas de los gobiernos (pero no del sindicalismo, de los poderes locales y de las fuerzas de la cultura). Incluso se puede considerar el 1968 como un nuevo avance de los derechos ciudadanos. Fue una revolución más cultural que política o socio-económica pero instaló en la escena política y social nuevos derechos como la cuestión del género o derechos de la mujer, los derechos ambientales, la calidad de la vida urbana, el funcionamiento transparente y participativo de las instituciones, la autogestión, la democratización de la cultura y de otros ámbitos de la vida social.
La conquista de los derechos es un proceso gradual con momentos críticos fuertes. Es la lógica inherente a la democracia. El marco político-jurídico está sometido permanentemente en cuestión. Cuando la exigencia de nuevos derechos o de exigencias mayores respecto a su eficacia real se acumulan y el Estado de derecho no las asume y ni satisface entonces, y en nombre de la democracia, la ciudadanía o el “pueblo” tienen derecho a la insurrección. Se produce una crisis política que puede derivar en una revolución democrática para establecer nuevos derechos, nuevos procedimientos y nuevas políticas públicas. La crisis actual ha revelado cambios profundos en las estructuras económicas y en las dinámicas sociales. Los derechos existentes se han pervertido, las desigualdades aumentan, la dinámica económica excluye a una parte de la ciudadanía, las instituciones han perdido gran parte de la confianza de la sociedad Es una nueva època que replantea los derechos ciudadanos y las políticas públicas.
II. La nueva era de derechos frente al Estado de derecho: un desafío democrático(9).
La democracia es un proceso que tiende a “extender la esfera de la igualdad”(10) como condición de la libertad para todos. La democracia exige siempre “reclamar el derecho a tener derechos” según la expresión muy citada de Hannah Arendt. O como escribió Julie Butler “quien dice derecho dice rebelión”. Pues el Derecho libera primero, luego oprime. Los derechos que configuran el status de “ciudadano” son la garantía teórica de poder ejercer estos derechos. El Estado de Derecho materializado por la Constitución y las leyes fundamentales consensuadas formalizan la democracia en un momento dado y el desarrollo normativo y las políticas públicas materializan el ejercicio de los derechos. Pero también el Estado de derecho establecido se convierte gradualmente, y en ciertas coyunturas radicalmente, en una limitación de la democracia. Con frecuencia deriva en un proceso de desdemocratización, limita o anula los derechos, autonomiza el Estado de la ciudadanía, niega la demanda de nuevos derechos que respondan a las nuevas necesidades y practica unas políticas contrarias a los intereses de amplios sectores ciudadanos. Ocurre cuando el Estado está secuestrado por los poderes económicos y por una elite política y burocrática (o militar).
El Estado asume el monopolio de la Nación, este Estado-nación se substituye a la Nación-pueblo y promueve consensos pasivos o utiliza la “autoritas”, es decir los poderes políticos jurídicos y policiales, para reprimir a la ciudadanía. Esta deriva degeneradota de la democracia tiene fundamentos estructurales políticos, económicos e ideológicos. La formación de una oligarquía político-burocrática que incluye las principales cúpulas políticas y un gran parte de los políticos profesionales, los altos cuerpos de las administraciones y de los a veces denominados aparatos autónomos del Estado (Ejército, Iglesia, entes público-privados) tiende a autoreproducirse y a distanciarse de la ciudadanía por medio de los sistemas electorales, la influencia de los medios de comunicación y las dependencias respecto a los grupos dominantes de la economía. El “no nos representan” es la dinámica lógica de la “democracia representativa”. Los factores económicos son menos visibles pero no menos potentes. La acumulación y concentración del capital genera grandes desigualdades y facilita la complicidad de las elites políticas con las multinacionales, los grandes grupos económicos y el sistema financiero. Finalmente el Estado ha generado a lo largo de la historia la fusión/confusión una ideología que identifica Estado-Nación. El Estado asume el monopolio de la Nación, este Estado-nación se substituye a la Nación-pueblo y promueve consensos pasivos o utiliza la “autoritas”, es decir los poderes políticos jurídicos y policiales, para reprimir a la ciudadanía y para reducir o negar sus derechos.
Hoy el Estado, seguramente más en Europa más que en América latina, está orientado por la ideología y la política “neoliberal”. Todo es mercancía, el trabajo y la ciudad, el consumismo individual para los que poseen demanda solvente y la privatización sistemática de lo que se considera por su propia naturaleza “bienes comunes”. En estos casos el Estado se refuerza en su vocación “Estado policial o “gendarme”. Los poderes políticos y económicos, los mediáticos y buena parte de las elites académicas asumen que la única realidad posible es la que hay. Se niega de facto la existencia de una comunidad (“la sociedad no existe, existen solo los individuos” declaró la lider conservadora británica, la señora Thatcher), se rechaza la existencia de las clases sociales y de las crecientes desigualdades(11) y se reprimen incluso mediante la violencia legal y preventiva las expresiones, manifestaciones, conflictos o ideas que denominan “antisistema”. Una de las formas que ha tomado la desdemocratización en los países teóricamente democráticos desarrollados es la práctica de la exclusión y la represión preventivas, se reprimen no solo a los individuos, también a colectivos sociales, étnicos o culturales, catalogados como peligrosos para el sistema. Inmigrantes, pobres, jóvenes, desempleados… y también activistas sociales y militantes políticos.
Primero se señalan a la opinión pública los grupos peligrosos y se estimulan los miedos urbanos. Se excluye de los espacios públicos y de la ciudad formal y acomodada a estos colectivos. Se les aplican normas de “civismo” o de “seguridad ciudadana” o similares, lo cual genera una persecución sistemática. Ya son delincuentes potenciales y susceptibles de ser reprimidos. Más aún si los catalogados como “peligrosos” se expresan a favor de sus derechos o contra las políticas antisociales o la degeneración democrática, si organizan o participan en actos de protesta, se manifiestan o se concentran en un espacio público, son reprimidos violentamente aunque los actos sean políticos y pacíficos. Las instituciones y partidos gobernantes utilizan las leyes contra los colectivos agentes de cambios democratizadores, la extensión de la igualdad y de la libertad. El Estado en nombre del derecho condena preventivamente a los portadores del derecho a tener derechos(12). Los ciudadanos quedan de facto despojados del derecho de expresar su voluntad política de cambio, de alternativa. La democracia pierde su sentido si no se puede cambiar el sistema político y socio-económico. La alternancia conservadora entre partidos sistémicos es a la larga radicalmente antidemocrática. Sin alternativa no se conquistan o se renuevan los derechos.
La desdemocratización se acentuó en Europa y Estados Unidos con ocasión de la crisis de los últimos años y la utilización o manipulación de la radicalización islamista. En España ha sido especialmente visible(13). Estamos pues ante una ofensiva antidemocrática, excluyente socialmente y que genera una regresión moral. El Estado está corrompido y corrompe a la sociedad y destruye los lazos de la conciudadana. Los derechos políticos formales se pervierten o se vulneran. Los derechos sociales (laborales, de protección social, acceso al empleo y la vivienda, etc) se anulan. Los bienes públicos se subastan o a se dan bajo precio mediante la complicidad público-privada. Los servicios públicos que corresponden a derechos fundamentales como el agua, la energía, la sanidad, la educación, etc se privatizan. Este derecho será ejercitable según la solvencia económica de cada uno. La sociedad existe pero las políticas neoliberales la fragmentan, la degradan, la atomizan, la someten a los poderes económicos en muchos casi invisibles, la desprotegen. Sin derechos y sin poder. No es del todo una realidad pero si una muy fuerte tendencia. Aunque sabemos que tendencia no es destino. Quieran o no los gobernantes actuales estamos en una nueva era que exige nuevos derechos.
La edad de los derechos (14) . Es hoy un gran desafío a la humanidad. Un desafío político. Los Estados de derecho actuales son deficitarios de derechos, incluso los más formalmente democráticos. En primer lugar hay uno derechos efectivos o reales, principalmente derechos políticos y civiles. Aunque no para todos.Es el caso de los inmigrantes, en realidad son residentes a los que no se les reconocen derechos básicos (capitis diminutio). Como hasta hace pocos años ocurría con las mujeres e incluso ahora con los jóvenes. En bastantes paises la edad penal se aplica a jóvenes que en cambio no tienen derechos políticos. Además estos derechos son en la práctica discriminatorios. Los sistemas electorales atomizan a la ciudadanía, no representan correctamente a la ciudadanía (por ejemplo en las grandes ciudades) y favorecen a los que disponen de grandes medios financieros. No hay mecanismos de control o de sanción a los representantes y determinadas opciones no son admitidas (los “antisistema” por ejemplo). Más importante aún: las elecciones y los partidos integrados en el sistema político-jurídico monopolizan el conjunto de aparatos del Estado. Aunque se proclame la importancia de la participación ciudadana los mecanismos establecidos son inexistentes (por ejemplo la revocación de los cargos públicos), inoperantes por la dificultad de conseguir los objetivos propuestos (por ejemplo la iniciativa legislativa popular) o ineficaces por estar planteados únicamente como tribunos de la plebe (por ejemplo comparecencias de tarde en tarde de entidades ciudadanas ante las instituciones).
En segundo lugar hay derechos “universales” pero que en realidad dependen de políticas públicas que no se desarrollan de forma tal que sean derechos efectivos para una parte, a veces mayoritaria de la población. El agua, la energía, la vivienda, el trabajo, la asistencia sanitaria, la educación, el transporte, etc. Son derechos que en muchos casos se han convertido en mercancías y el acceso a ella depende de la disposición de recursos económicos. Los “bienes comunes” que rigieron en las sociedades preindustriales ahora son objeto de negocio y se acepta que sectores importantes de la población no puedan acceder a ellos(15).
En tercer lugar aparecen los derechos emergentes, aquellos que en muchos casos no están codificados, o muy escasamente, pero que responden a necesidades de la ciudadanía. Es el caso de los derechos ambientales, el derecho a los nuevas tecnologías de información y comunicación, los derechos de las minorías sexuales, religiosas o culturales, los derechos al autogobierno de los territorios históricos o de fuerte identidad cultural, etc. Con frecuencia estos derechos han sido asumidos por la sociedad mucho antes que por parte de los Estados.
Obviamente estos derechos solamente serán efectivos si se promueven transformaciones institucionales, socio-económicas y culturales. Para lo cual se precisa una revolución política democrática. Las elites políticas que se alternan en las instituciones no pueden ni quieren hacerlo: están comprometidas con los poderes económicos y mediáticos y difícilmente pueden modificar el sistema político establecido que es el que les ha favorecido para instalarse y reproducirse en el actual marco político-jurídico.
La paradoja democrática. En nombre de la democracia se crea un marco político-jurídico que garantiza los derechos políticos y el status de ciudadanos libres e iguales. Pero al mismo tiempo legitima la demanda de nuevos derechos en base a los principios de igualdad y libertad y en consecuencia también legitima el conflicto social que cuestiona o no acepta el marco legal y socio-económico establecido . Una paradoja o contradicción aparente, solo lo es si se considera como una relación estática. Los derechos como hemos expuesto son formales pero no materiales (faltan las políticas públicas), o son insuficientes, o aparecen necesidades y derechos nuevos. Existe siempre la tensión entre democracia del pueblo (los que no tienen poder) y la ciudadanía formal (entendida como status político-jurídico asignado y delimitado por el Estado mediante la nacionalidad). La democracia es un proceso permanente constituyente, se ejerce con más o menos dificultades para formalizar y ejercer los derechos legítimos. La ciudadanía en sentido restrictivo o formal es estática, está regulada por un poder, el Estado, que de facto está por encima de la voluntad popular. Se puede argumentar que el Estado de derecho, incluso más formal que material, ofrece medios para promover las transformaciones necesarias o para ejercer la protesta hasta conseguirlas. La ciudadanía integra en su conciencia derechos no contemplados o no efectivos pero que las mayorías sociales consideran derechos legítimos como poder ejercer o acceder al empleo o la renta mínima, la vivienda, el transporte público, la energía, el agua, la pensión o jubilación, la pureza del aire o los derechos de las minorías, la protección social, etc. Es cierto pero no suficiente.
Los derechos legítimos en nuestra cultura, no legales o no reglamentados o sin políticas públicas que los reconozcan y permitan su ejercicio, son negados o reprimidos. A pesar de que los reconozca la doctrina internacional o los consideren lícitos ciertos sectores o aparatos del Estado (por ejemplo algunos gobiernos locales o una parte de la judicatura) así como una gran parte de la opinión pública. Los “derechos no reconocidos o limitados”, que responden a demandas legítimas y necesidades básicas se deben tanto al mantenimiento de los privilegios de las elites políticas y económicas como al menosprecio de amplios colectivos sociales. En este caso y en nombre de la democracia, la ciudadanía activa puede tender a confrontarse con el “Estado de derecho realmente existente” que niega lo que considera derechos legítimos. Entonces aparece la desobediencia civil como preconizaba ya Paine en la época de las revoluciones americana y francesa. La ciudadanía ejerce sus derechos contra el “Estado de derecho” pervertido. Por ejemplo ocupando viviendas vacías o fábricas que despiden a trabajadores a pesar de obtener beneficios o bancos cuyas prácticas fraudalentas han afectado a ciudadanos incluso de bajos ingresos. O tomando las sedes desde donde se organiza y se ejecuta la acción represora, sea la judicatura o los cuerpos armados del Estado. El “pueblo”, los ciudadanos sin poder, están legitimados para practicar la desobediencia civil. Pacífica si es posible, pero insurrección ciudadana, tan necesaria como justa (16). Lo cual nos lleva de nuevo al “derecho a la ciudad” y a la vocación de las clases populares y amplios sectores empobrecidos a conquistar el nivel de “ciudadanía” que corresponda a sus derechos considerados legítimos. El derecho a la ciudad es una vía para democratizar la democracia. O dicho de otra forma: el derecho a la ciudad vincula la “democracia abstracta” con/contra el Estado de derecho concreto.
III. El derecho a la ciudad, entre la Insurrección democrática y el Estado de derecho pervertido (17).
Hay que reconsiderar la relación entre igualdad y libertad. Los derechos humanos son universales, incluyen la libertad y la igualdad. Pero en la práctica los derechos humanos en el mejor de los casos sirven para legitimar reivindicaciones sociales pero no para hacerlos efectivos. El status de ciudadanía en cambio garantiza realmente derechos civiles y políticos vinculados al principio de libertad pero no garantiza concretamente la aspiración igualitaria. La tradición liberal considera la igualdad como una utopía peligrosa pues estimular las tendencias hacia la igualdad conduce a la opresión, además de conducir a la mediocridad y pobreza generalizadas. En la tradición popular o socialista los derechos formales liberales son ficticios puesto que al no tener en cuenta la situación social y económica y la posición en el territorio de las clases “subprivilegiadas” éstas sufren un déficit de ciudadanía (18). Los derechos liberales que poseen formalmente no los pueden ejercitar del todo (por ejemplo la participación política) y los derechos sociales en la práctica aún menos (por ejemplo tener garantizado acceder a un empleo o a la vivienda)(19).
¿La libertad y la igualdad tienden a la confrontación o hacia la complementaridad? Unos debates modernos que se iniciaron con las revoluciones de Norteamérica y de Francia y que es también pertinente en la actualidad. ¿La ciudadanía es patrimonio de las clases altas y medias y excluye a las clases populares? ¿El derecho a la ciudad es la alternativa popular al concepto “burgués” de ciudadanía? De todo lo expuesto hasta ahora y de cómo entendemos el proceso histórico se pueden apuntar algunas conclusiones. Los derechos ciudadanos han sido reivindicaciones populares cuya conquista fue compartida, pactada y formalizada por los grupos sociales más fuertes. Estas conquistas políticas pero limitadas han permitido a las clases trabajadoras no solo disfrutar de derechos civiles y políticos efectivos aunque insuficientes, también han facilitado la lucha para conquistar derechos sociales (20). Sin embargo las clases dominantes han pervertido los conceptos de libertad e igualdad al hacer un uso interesado del concepto de libertad en detrimento de la igualdad. El análisis lógico de los conceptos y su realidad práctica histórica nos demuestran que sin un alto grado de igualdad la libertad no es real. Y también que sin un alto grado de libertad la igualdad no existe, se imponen los más fuertes (21). El derecho a la ciudad emerge como propuesta de renovar la ciudadanía mediante la integración de derechos tanto sociales, económicos, culturales y ambientales con los políticos, nacionales y civiles. El derecho a la ciudad es un medio de complementar igualdad con libertad, y viceversa. No hay oposición entre lucha de clases y ciudadanía. Hay al contrario una relación dialéctica.
De la democracia a la ciudadanía: el derecho a la ciudad. Ya nos hemos referido a la tensión entre el ideal democrático y la materialización del Estado de derecho en sistema político-jurídico hegemonizado por las oligarquías políticas y económicas. En síntesis la democracia legítima entendida por los ciudadanos se confronta se con la democracia pervertida por las leyes y las políticas públicas. La ciudadanía aparece como un concepto ambivalente: para los ciudadanos principalmente de los sectores populares es una conquista en gran parte pendiente. Pero el marco político-legal es lo que hay, es decir lo que hay no es suficiente para las aspiraciones democráticas. El derecho a la ciudad aparece como un concepto mediador. Este derecho se construye a partir de cómo se entiende en un momento histórico determinado la democracia y más concretamente en sociedades urbanizadas como son especialmente las europeas y las americanas. No es aquí necesario exponer el conjunto de derechos que integran el derecho a la ciudad que han sido objeto de Cartas de derechos (ya citadas anteriormente) además de numerosas publicaciones. A título de recordatorio citamos los estrictamente urbanos (vivienda, movilidad, centralidad, visibilidad, espacio público significante, equipamientos, servicios urbanos básicos, mixtura social, compacidad urbana, etc), los socio-económicos (empleo, formación continuada, renta básica, protección social, educación, asistencia sanitaria, seguridad, etc), los ambientales, los culturales (diferencias e identidades individuales y colectivas) y los políticos (participación política, gestión cívica, instituciones transparentes y adecuadas al territorio social real, rendimiento de cuentas, etc). Estos derechos requieren poderes públicos radicalmente democráticos y que asuman las competencias necesarias y los medios legales y financieros públicos para hacer efectivos los derechos (suelo, banca, enseñanza, sanidad, etc).
De lo cual se deduce que el derecho a la ciudad no es un paraguas que integra derechos existentes pero no siempre efectivos. Es una clave interpretativa y crítica para expresar los defícits de ciudadanía. Y en consecuencia el derecho a la ciudad es también la base de una estrategia para hacer efectivos los derechos que configuran el derecho a la ciudad. Todos los derechos ciudadanos son necesarios todos a la vez, son interdependientes y dependen de las políticas públicas y de la participación activa de la ciudadanía. Pues los derechos y las políticas no nacen de la inspiración de políticos, expertos o líderes sociales sino de las necesidades colectivas e individuales expresadas, de las conquistas políticas conseguidas o reivindicadas y de las aspiraciones explícitas o latentes de las mayorías sociales. El derecho a la ciudad es un medio para completar la ciudadanía y especialmente para que los sectores populares adquieran plena y realmente la ciudadanía, ser libres e iguales todos.
La ciudad ha sido históricamente el lugar y el momento de la innovación cultural, de los cambios políticos y de la movilización social. Obviamente los cambios triunfaban si se extendían a todo el país o fracasaban. Como fue el caso de la Commune (Paris, 1871), el referente de “revolución social urbana” o en el caso de España el cantón de Cartagena (1873). Hoy vivimos en países y continentes altamente urbanizados y organizados por redes de ciudades y que incluyen entre el 80 y el 90 % de la población. La tensión democracia y marco político-legal solo se puede superar mediante la “insurrección ciudadana” (22) , pacífica, masiva, organizada, a partir de la ocupación de las instituciones existentes y con el consenso de la mayoría de la ciudadanía. Puede ser una insurrección rampante, con momentos de confrontación y otros de negociación. Pero como anunció Salvador Allende en su últimas palabras antes de morir el día del golpe militar “mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor…”. No vivimos un golpe anacrónico como el de Chile, sufrimos unos Estados que excluyen a las mayorías sociales. Desde hace unas décadas estamos sometidos a un proceso golpista gradual, también llamado desdemocratización. Parece lógico y necesario invertir el proceso, redemocratizador, lo cual exige algo más que elecciones y consultas por sufragio universal. Se requieren momentos fuertes de desobediencia civil, de ocupación de instituciones, de invención de iniciativas alternativas, de boicot a las empresas públicas o privadas (bancos, de servicios de interés general, etc) que niegan derechos básicos a colectivos sociales, etc. La ciudadanía no se pide, se construye y se ejerce.
Jordi Borja, abril 2015
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