Un peligro para Europa
22 setembre 2014 | Categories: Democràcia, Portada, TTIP |
Amador Castro Moure
¿Cómo puede ser un impecable ejercicio democrático un peligro para Europa? ¿Europa, ese ente al que no se le pueden atribuir sentimientos, se siente amenazada cuando las personas —que sí tienen sentimientos— quieren votar para que se conozca su opinión sobre cualquier tema que les afecta?
Se trate de una consulta al pueblo griego sobre la aceptación de las condiciones del rescate, preguntar al pueblo escocés si desea seguir formando parte del Reino Unido de la Gran Bretaña, el anhelo de una buena parte del pueblo catalán de votar la relación que desea con el Estado español o un plebiscito para que el pueblo de ese mismo Estado español pueda pronunciarse sobre la continuidad de la Monarquía o la apertura de un proceso constituyente para el establecimiento de una República, esa parece ser la conclusión que extraen los líderes políticos continentales —en especial el presidente del Gobierno español— del proceso que llevó al referéndum celebrado recientemente en Escocia: un peligro para Europa.
En estos tiempos en los que parece vislumbrarse el nacimiento de una nueva civilización, con cambios radicales que abarcan desde las relaciones humanas a las formas de producción y consumo —y a la destrucción o modificación de la brecha establecida entre producción y consumo—, es inevitable que se produzcan tensiones entre quienes desean perpetuar el viejo modo de vida y producción —ese modo de vida y producción industrial, ávido del expolio infinito de los recursos naturales que nos lleva irremediablemente al desastre ecológico del planeta, necesitado de guerras debido a la escasez de esos mismos recursos y que genera fanatismo religioso, por oposición, como refugio ante el expolio— y las nuevas formas que abren la puerta a un futuro esperanzador, a una civilización más sana, razonable y democrática que cualquiera que hayamos conocido en la historia.
Mientras en todas las esferas de la vida social se van introduciendo nuevas formas de organización (nuevas y diversas formas de familia, nuevos sistemas de organización laboral en empresas de nuevo cuño, nuevas formas, lenguajes y medios de comunicación entre los seres humanos, nuevos modos de educar y socializar a los niños, nuevas formas de enfocar la espiritualidad, etc.), los bloques monolíticos del sistema industrial que se ha desarrollado hasta ahora, tanto en la parte del mundo que se proclamaba capitalista como en el llamado socialismo real (que no fue ni más ni menos que una forma de industrialismo dirigido desde el Estado), intentan aferrarse al viejo orden: empresas, iglesias, escuelas, familia, medios de comunicación y Estado deben ser uniformes, sincronizados, concentrados, maximizados y centralizados para que el engranaje siga funcionando como lo ha hecho en los últimos trescientos años. Y no hay bloque más obsoleto que el de la vida política. Ninguno con menos imaginación, menos experimentación, menos dispuesto a un cambio fundamental. La pérdida de sus privilegios les hace ver peligros por todos lados.
La familia nuclear sustituyó a la familia extensa y hoy en día podríamos llenar un amplio catálogo con todos los tipos de familia existentes donde la nuclear es sólo un tipo de familia más. Las poblaciones, concentradas en grandes urbes en torno a las fábricas, empiezan a dispersarse de nuevo hacia poblaciones de tamaños más humanos. Dinosaurios empresariales —como, por ejemplo, IBM— vieron la necesidad de fragmentarse en unidades más pequeñas o desaparecer en su intento de crecimiento infinito. Por otra parte, los “expertos”, que han ido adueñándose de todos los puestos clave de toma de decisiones, anulando incluso el poder de decisión de los propietarios de los medios de producción en muchas empresas, ya no gozan de la aquiescencia de las poblaciones que empiezan a sospechar que éstos actúan condicionados por la miopía del beneficio propio. En escuelas y hospitales, por ejemplo, la ciudadanía exige cada vez más espacios de participación, conscientes de que no necesitan ser expertos para saber lo que desean para su salud o para la educación de sus hijos. Una persona no necesita ser experta en urbanismo para saber que prefiere un parque público con árboles en lugar de una plaza de cemento proyectada por un experto arquitecto. En cuanto a la energía, conscientes de la finitud de los combustibles fósiles, estamos diversificando la obtención de energía desde fuentes dispersas de la misma y experimentando con la búsqueda de nuevas fuentes renovables que se podrán aplicar a distintas necesidades: desde placas solares en los tejados para calentar el agua de las casas, hasta la utilización de los residuos de la energía eólica para generar hidrógeno o la frenada de los automóviles sobre una superficie de caucho para generar energía eléctrica.
En todos los ámbitos se tiende, poco a poco, hacia unidades más pequeñas y diversas de actuación interconectadas en red tal y como funcionan las redes informáticas. También las naciones sienten esa necesidad en contraposición a la maximización que propone el antiguo régimen. Uniones económicas a gran escala, con ansias de convertirse en uniones políticas, se contraponen a deseos de independencia y libertad de decisión, en mayor o menor medida, en lugares como Escocia, Catalunya, Galicia, Córcega, Irlanda, Puerto Rico, Quebec, el Sahara Occidental, el Tíbet, Sudán del Sur, etc. Ante la ruptura de la sociedad de masas, los ideólogos del viejo régimen, sustituyendo la causa por el efecto, hablan de “balcanización debida al egoísmo de las minorías”, en lugar de ver en esta enriquecida diversidad una oportunidad para el desarrollo humano, “pues el creciente activismo de las minorías no es el resultado de un súbito acceso de egoísmo; es, entre otras cosas, reflejo de las necesidades de un nuevo sistema de producción que exige, para su existencia misma, una sociedad mucho más variada, colorista, abierta y diversa que ninguna de cuantas hayamos conocido jamás”.
Obviamente, todos esos movimientos generan resistencias muy fuertes. Las mayores exigencias de control ciudadano sobre los alimentos, la salud, la educación, la energía, la forma y tamaño del Estado, los límites al poder de las corporaciones y la democracia directa y participativa tienen su oposición en los intentos de maximizar el control y la uniformidad, la eliminación de regulaciones en beneficio de las empresas y no de la ciudadanía. El hecho de que algunas empresas hayan cambiado su modo de actuar, de que, incluso, hayan incluido programas sociales o que midan el impacto ambiental y social de sus decisiones, no ha sucedido por un súbito despertar en las “conciencias” de sus dirigentes, sino por la presión de miembros activos de la sociedad sobre su desmedido afán de lucro. Un ejemplo de esta feroz oposición al cambio lo encontramos en las negociaciones secretas entre Europa y EEUU para firmar un Tratado de Libre Comercio (TTIP) que persigue, básicamente, que el “beneficio esperado” esté por encima de cualquier ley o Constitución, de cualquier consideración legal, social o humana. Es una reacción del mastodonte financiero-industrial ante la amenaza de que sus anticuadas formas de actuación le lleven a la desaparición, una huída hacia adelante basada en la falacia del “progreso” entendido como “crecimiento infinito” en un mundo con recursos finitos.
Todo esto no son ideas mías. Las escribió, mucho mejor que yo, Alvin Toffler en su libro “La tercera ola”, publicado en 1980, en el que, jugando con la metáfora de las mareas que entrechocan, describe la historia de la humanidad en tres olas: la revolución agrícola, la revolución industrial y la era de la información o tercera ola que sería la que estamos comenzando a gestar desde la década de 1960. Y aunque personalmente no esté de acuerdo con todo lo que afirma Toffler, especialmente en lo que concierne a la codicia humana y a que todo esto sucede bajo una forma “mutada” de capitalismo (cuestión que le quita a la teoría todo lo que tiene de revolucionaria o de cambio de paradigma), sí me quedo con una idea: la de que la presión de las mareas está conformando poco a poco un mundo mejor, erosionando las duras rocas monolíticas del industrialismo. Algo en lo que los pueblos del Estado español son pioneros con sus “mareas” por la educación, por la sanidad, por los derechos de las mujeres, por la defensa de lo público, por una mayor democracia participativa.
Será difícil y debemos esperar actos de violencia tendentes a defender el status del viejo régimen. Dependerá de la rigidez o amplitud de miras de las élites gobernantes, de si el cambio se acelera con la amenaza de colapso económico, de si existen amenazas militares, etc. Además, igual que todavía coexisten sociedades agrícolas con otras en proceso de desindustrialización, Repúblicas con Monarquías y dictaduras militares, Condes y Duques con tecnócratas, es de esperar que este proceso no se dé al unísono en todos los rincones del globo. También será necesario que surjan personas con visión clara, que sepan diferenciar entre “novedades” puramente maquilladoras de viejas formas de organización y aquellos cambios que realmente pertenecen a una nueva forma de pensar y actuar. Sobre todo será necesario que esas personas lúcidas sepan y puedan transmitir esa visión al resto de la sociedad.
Según Toffler, para que los cambios puedan sucederse, deberemos eliminar los estereotipos acumulados de la Era de la segunda ola y reconsiderar la vida política con arreglo a tres principios básicos de la tercera ola: el poder de la minoría, la democracia semidirecta y la distribución de decisiones.
El poder de la mayoría, el de la sociedad industrial de masas, ya no tiene cabida en las nuevas sociedades desmasificadas. Es la minoría la que cuenta. En vez de una sociedad altamente estratificada, tenemos sociedades configurativas, sociedades-red: sociedades en las que miles de minorías se arremolinan en torno a pautas nuevas, a veces de forma transitoria, y a micro-intereses que difícilmente abarcarán al 51% de la población en general. Ya no podemos permitirnos delegar un poder total en nadie y no podemos tolerar que minúsculas minorías (élites y expertos) tomen decisiones que tiranicen a todas las demás minorías. El voto ya no puede circunscribirse a un sí o un no, o a delegar en una mayoría parlamentaria las decisiones que sobre nosotros tomarán durante cuatro años. Las herramientas de toma de decisiones, colaborativas y participativas, existentes ya en la red nos permiten ser consultados continuamente sobre los temas más diversos, sobre preguntas complejas. Dentro de una generación, en muchas sociedades prácticamente no habrá analfabetos tecnológicos y el manejo de dispositivos de comunicación conectados a la red no será un enigma para nadie. También los partidos políticos, reflejo de la comercialización en masa, deberán cambiar sus estructuras por otras más modulares. Un ejemplo todavía primitivo —aunque probablemente pionero— lo tenemos en los Guanyem/Ganemos/Mareas que buscan alianzas en la base, al margen de los partidos políticos tradicionales si es necesario, aunque sin negar ninguna posibilidad, para conseguir mayorías —en este caso municipales— partiendo de la unión de diversas minorías. O en la utilización de las tecnologías ya-no-tan-nuevas por parte de Podemos o el Partido X para la toma rápida de decisiones sin necesidad de convocar asambleas de barrio cada dos por tres. Las posibilidades son múltiples. El poder establecido tiene ya perdida la batalla por suprimir y sofocar a las minorías que están germinando. Tarde o temprano tendrá que permitir el cambio hacia una democracia del mañana basada en una fusión del gobierno de la mayoría con el poder de las minorías.
El segundo principio, el de la democracia semidirecta, supone pasar de depender de los representantes a que las personas nos representemos a nosotras mismas. Los representantes, rodeados de cantidades ingentes de lobbies, expertos y asesores, saben cada vez menos de las cuestiones sobre las que deben decidir. Ya no se representan ni a sí mismos. Al mismo tiempo, la parálisis de las instituciones representativas produce leyes cada vez más ajenas e insensibles a nuestras necesidades. En consecuencia, tendremos que hacer esas leyes nosotras mismas. Y, lógicamente, para ello habrá que cambiar las estructuras. Aunque en España tenemos la posibilidad de plantear iniciativas legislativas populares —posibilidad que no existe en muchos países—, la decisión final queda en manos del Parlamento, de los representantes. Las nuevas tecnologías permitirían, por ejemplo, presenciar mediante streaming una sesión de un Ayuntamiento y votar con un clic de ratón o una pulsación sobre la pantalla del móvil acerca de los temas de discusión en dicho pleno, fusionando de esa manera la democracia indirecta con la directa y experimentando en el ámbito local el funcionamiento de este o aquel sistema antes de aplicarlo en otros ámbitos. Esto ya es una realidad en algunos programas de televisión en los que el espectador envía comentarios vía Twitter y opina con su voto a diversas cuestiones planteadas por el propio programa. Sólo los límites de la imaginación pueden definir los límites de la multiplicidad de formas en que podemos abrir y democratizar un sistema que empieza a desmoronarse y en el que muy pocas personas se sienten adecuadamente representadas.
Por último, la distribución de decisiones es el antídoto a la parálisis institucional. Para desatascarla, la toma de decisiones debe darse en el ámbito más adecuado según el tipo de problema. Ámbito que, además, puede cambiar con el tiempo. Si la unidad económica básica ya no es la economía de la nación-Estado, ni siquiera la economía autonómica o provincial, sino que están surgiendo unidades económicas más coherentes —por poner dos ejemplos próximos, el eje Vigo-Norte de Portugal o el corredor mediterráneo— a las que, sin embargo, les afectan decisiones políticas tomadas por los representantes en Madrid o en Bruselas ajenos, muchas veces, a esas realidades o aferrados a su vieja concepción de la economía nacional. No se puede descentralizar la actividad económica, las comunicaciones o la distribución sin descentralizar también la toma de decisiones. Es absolutamente necesario encontrar alternativas al FMI y el Banco Mundial, así como revitalizar y dotar de contenido a la ONU, para aquellas decisiones de ámbito planetario. Y descentralizar los ámbitos de toma de decisiones en función de la zona geográfica o grupo humano al que afecta un problema concreto.
Hoy en día, la apariencia de lucha política es la que se da entre partidos supuestamente antagónicos que luchan entre sí para obtener una ganancia inmediata pero que, en realidad, suman sus fuerzas para oponerse a las nuevas fuerzas políticas de la tercera ola y preservar el agónico orden industrial, incluyendo a los partidos de izquierda que preconizan un “crecimiento sostenible”. Pero la degradación económica del planeta, la deriva de la sociedad industrial hacia un poder absoluto de las corporaciones, la paulatina disolución de la familia nuclear o los cambios hacia formas no colectivas de educación exigen el cambio de la sociedad industrial por otra. Incapaces de ver más allá de lo que tenemos delante y de huir definitivamente de la educación recibida, la mayoría de las personas tenemos un pie en un lado y otro pie en el otro. Por ejemplo, personas que se consideran a sí mismas innovadoras se quedan petrificadas ante la sugerencia de que nuestra Constitución o nuestras estructuras políticas están anticuadas y necesitan una profunda renovación.
“Típicamente, los defensores de la segunda ola luchan contra el poder de las minorías; desdeñan la democracia directa como “populismo”; se oponen a la descentralización, el regionalismo y la diversidad; combaten los esfuerzos por desmasificar las escuelas; luchan por preservar un atrasado sistema energético; deifican a la familia nuclear, se burlan de las preocupaciones ecológicas, predican el nacionalismo tradicional de la era industrial y se oponen a avanzar hacia un orden económico mundial más justo.
Por el contrario, las fuerzas de la tercera ola se muestran favorables a una democracia de poder compartido de las minorías; están dispuestas a experimentar con una democracia más directa; propugnan el transnacionalismo y una delegación fundamental de poder. Exigen un desmantelamiento de las grandes burocracias. Demandan un sistema energético renovable y menos centralizado. Quieren opciones legítimas a la familia nuclear. Luchan por menos uniformización y más individualización en las escuelas. Conceden alta prioridad a los problemas ambientales. Reconocen la necesidad de reestructurar la economía mundial sobre una base más justa y equilibrada”.
La lucha está servida. Para los dinosaurios de la sociedad industrial el mero hecho de votar es “un peligro para Europa”. Debemos sustituir a estos reptiles jurásicos por gentes de la tercera ola que empiecen a modificar las instituciones caducas y las formas de toma de decisión obsoletas por nuevas formas que eliminen los peajes que impiden la fluidez de tráfico hacia una nueva sociedad más democrática y acorde con los anhelos y los problemas de las personas. Será una dura lucha contra quienes quieren beneficiarse de lo que queda de la sociedad industrial. También por el control de quiénes serán las personas que den forma a la sociedad sucesora. En esa súper-lucha cada una de nosotras desempeñará un papel activo. Y ese papel puede ser creador o destructor.
“La creación de nuevas estructuras políticas para una civilización de la tercera ola no se producirá en una sola y climática convulsión, sino como consecuencia de mil innovaciones y colisiones a muchos niveles, en muchos lugares y durante un período de décadas. […] Si empezamos ahora, nosotros y nuestros hijos podemos tomar parte en la excitante reconstitución, no sólo de nuestras anticuadas estructuras políticas, sino también de la civilización misma”.
Post publicado en Filloas.net. Traducción del propio autor.
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